Mortadelas y mariconadas

Vio pasar por su vida a todo tipo de personas. Claro, pensar eso no le resultaba particularmente brillante. De hecho, era tonto, se decía a sí mismo, mientras acercaba, con cierto temor a quemarse los labios, la taza de café. La vida es eso: ver pasar personas. Al final son un puñado con quienes uno decide quedarse y, a veces, ni siquiera lo decides, por alguna razón se quedan o se van. Se instalan en tu vida con la parsimonia de un gato que ha encontrado el lugar preciso para echarse, o desaparecen, con el mismo sigilo del guepardo cuando acecha al antílope, si bien va. O con el escándalo de las hienas cuando destrozan vivo al búfalo. En cualquiera de los casos no pasa desapercibido, aunque nos demos cuenta tarde.

Sabía que los humanos somos animales que imitamos o llevamos la contraria. No puede tomar partido por la bondad o maldad de cada decisión, pero al perder la mirada en el ruido del taconeo que hace una chica al pasar, decide que juzgarlo no es justo. Recordó a aquel chamaco en el jardín de niños, andaba por su, aún escasa, vida sin límites, hasta que se rebanó una nalga al echarse de una resbaladilla cuya única y verdadera función era rebanar nalgas. Estaba prohibido usarla, todos sus recuerdos parecían indicar que también estaba prohibido arreglarla. Entre prohibiciones y ausencia de “hasta aquí, no más”, la tentación provocó que aquel día hubiera mucha sangre, gritos de dolor, lágrimas de susto y desamparo, un montón de chavales compadeciendo al compañero caído y también, se dijo, hoy debe haber una cicatriz espantosa que seguramente prohíbe tener cualquier espejo de cuerpo completo. Así que prohibir a veces no está mal, aquel chamaco no previó que su nalga podría quedar como un pedazo de mortadela mal cortado, podría tener un espejo de cuerpo completo y vayan ustedes a saber qué se puede hacer con ese artículo que, a veces, piensa con perversidad, puede tener distintos fines al de ver cómo queda el outfit. En ocasiones concluye, divertido, es preciso pensar dos veces las razones que sustentan lo prohibido.

Las risas de una pareja que estaba justo enfrente de su mesa le llamaron la atención. Los observó un momento, el necesario para crearse una idea de ellos y el suficiente para no incomodarlos. Eso es algo que hay que aprender, cuál es el tiempo preciso para mirar a la gente. Ella iba vestida de blanco, seguramente era residente en alguno de los hospitales de la zona. De tez morena clara, con ojos oscuros y profundos, sonrisa plena y el cabello corto, a la altura del cuello, una melena lacia que caía con tanto peso que parecía que cada cabello tenía un pesa diminuta e invisible en la punta. Era guapa, concluyó. Él, un oficinista, quizá jefe de área del departamento contable del hospital donde ella trabaja. Vestía un traje gris prefabricado, de un casimir de dudosa calidad, tal vez es poliéster, pensó, pero no se atrevió a asegurarlo, había aprendido que las telas hay que sentirlas en los dedos para comprobar su calidad, pero con ese traje ya tenía dudas sobre la conveniencia de salir con alguien como él. Camisa morada y corbata a rayas, esa sí, sin dudar, decidió que era poliéster, completaban el cromo unos zapatos negros sin bolear y calcetines de rayas azules. No era feo, pero tampoco era guapo. Un tipo que puede pasar por la calle sin que nadie se detenga a verlo. Se desenvolvía como lo que era, un sujeto con cierta cuota de poder, suficiente para sentirse el amo del universo. Se le notaba en la manera de sentarse, sin elegancia, con la conciencia de saber que nadie puede decirle nada porque él dicta las reglas. Chascó los dedos para llamar a la mesera.

– ¿Ya están listos para ordenar? Preguntó con la amabilidad ensayada para el caso.

Él, con la mirada clavada en su acompañante, dijo:

– Yo, ya. No sé ella.

Había un tono imperativo y un dejo de sarcasmo malparido, de esos que incomodan.

La morena guapa, contrariada, apuró una decisión.

– Un café americano. Indicó con cierta prisa y pudor.

– Para mí, dijo él, un latte.

“Un latte”, se río para sus adentros cuando recordó la conversación que había tenido con Antonio, su amigo pintor y de vida ermitaña que no entendía de mujeres, pero que tenía muy claro qué debían hacer los hombres:

– Mira, Zalez, los hombres deben tomar el café solo. Y cargado de preferencia. Esas mariconadas de capuchino, latte, frappé, son para presumir que puedes pagar una bebida y decirle a todo el mundo que, además, eres un estúpido, porque si eres capaz de echar a perder con espumita, figuritas, canela en polvo y crema batida un café, ten por seguro que no enfrentarás con hombría la vida, necesitarás florituras para ocultar que no tienes ni puta idea de lo que significa vivir. Es como comprar un whisky de malta de 30 años para emborracharse, a ver si me entiendes. Puras gilipolleces.

Remataba así cuando su vena peninsular se asomaba, aunque él se esforzaba tanto en ocultar.

“Vaya mariconada”. Se dijo a sí mismo mientras regresaba la mirada a ningún sitio.

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